martes, 23 de mayo de 2017

Las aventuras de "Pompeya"

        

          Siendo una hormiga más de la gran colonia de cemento llamada Buenos aires −o dicho en criollo: siendo un infeliz laburante del barrio de Pompeya− jamás creí que me fuera posible sentir amor por la mismísima madre naturaleza.
Mi atrofiada conciencia, programada por un sistema materialista, solo se limitaba a creer en el amor hacia un vehículo o, en su defecto, hacia una persona. Con estas creencias andaba por la vida hasta que, un jueves cualquiera, me llego una invitación con un boleto a la Patagonia. Por suerte era verano porque si no ni en pedo me voy al sur a cagarme de frio.

Aunque el motivo de aquella invitación no fuera razón para celebrar debo reconocer que me alegró mucho ya que necesitaba un cambio de aire. Al fin y al cabo, Susana era una tía lejana que ni siquiera, en mis 25 años de existencia, había conocido y por lo tanto no merecía llevarse de mi ni una lágrima, ni siquiera un sollozo.

El viaje fue largo pero provechoso ya que, con la mente despejada, pude darle otra oportunidad a Siddhartha, libro con el cual meses atrás me dormí a la quinta página. Claro que ahora no fue la excepción. Solo que ésta vez logré leer casi la mitad. ¡Provechosa lectura! Me ayudó a darme cuenta que el problema no era el stress.

Ya en la ciudad de el Chalten, saludé cortésmente a aquellos familiares que jamás en mi vida había visto y de los cuales mis difuntos viejos prácticamente no me habían hablado. (Por algo será ¿No?) Y haciendo un gran esfuerzo fingí estar afligido. Solo imploraba para mis adentros que se conformen con mi falsa cara de perro abandonado y que no esperen que derroche ni una lágrima en el duelo que comenzaba en una hora.

Las siguientes horas ni siquiera merecen la pena ser relatadas. Aunque en la vida de mis parientes haya significado mucho mi presencia en el velorio de Susana, en la mía fueron solo un relleno, minutos y minutos de recuerdos fácilmente olvidables.
Salvo por el chistoso momento en el que un tío canoso me agradeció entre lágrimas por haber ido. Fue difícil no exteriorizar lo que sentía. "¡Ja! Quedate tranquilo que si no me garpaban el viaje tiraba una bomba de humo y desaparecía como un político después de haber cargado sus arcas". Pero no tengo huevos. No soy tan hijo de puta. Mirá si les digo eso y resulta que me pierdo parte de la herencia. En ese momento no sabía que Susana era la tía más pobre que tenía. Por las dudas me dejé la careta puesta.
Por cierto, tengo serias dudas sobre si es común que en los velorios haya servicio de catering. No sé si es una costumbre de ricachones o qué, pero si es así espero volver pronto. ¡Muy rico todo!

Eran las ocho de la noche cuando el bodrio se terminó. La tía pocha ...o chocha, yo que sé, me acompañó hasta el cuarto de huéspedes de su lujosa casa y, formalismo va formalismo viene, me deseó buenas noches, y creo que yo también.

¡Al fin solo! Igualmente, no pensaba quedarme mucho tiempo en la habitación. Quién sabe si en uno de esos casos a la tía Cocha se le ocurría golpearme la puerta para preguntarme si necesitaba algo.
Entonces me di una ducha, agarré una colcha para tirar en el pasto y salí a disfrutar de la reinante calma de la Patagonia. Pasé por un almacén re concheto y compré unas cervezas y unas bolsas de papas fritas. De más está decir que me rompieron el orto con el precio. Pero bueno, con esto de los tarifazos uno se acostumbra.

Caminé y caminé en dirección al lago. Desde lejos podía ver la luna reflejada en él. ¡Qué hermosura! Qué bueno que es despejarse un poco y poder apreciar la belleza del cielo y del lago en vez de admirar en la calle culos y tetas como si fueran una pintura de Van Gogh. Jamás pensé que diría esto, pero bueno, será que la naturaleza me sensibiliza... o tal vez me emputece, que se yo. Hasta el aire es diferente.

Caminé en busca de un lugar en donde poder sentarme a tomar algo y observar la inmensidad del paisaje. Entonces vi un brillo opaco cerca de la costa. Se trataba de una gran roca que refractaba la luz de la luna. Aunque para mis ojos era nada menos que un asiento en primera fila para observar el paisaje.

Tiré la colcha sobre la roca y me puse cómodo. Abrí la primera lata y me relajé. Clima ideal, lugar ideal, la noche fue perfecta salvo por los mosquitos. Por suerte había pocos así que los dejé chupar un rato y después no me jodieron más.

Luego de bajarme las papas fritas y el pack de cerveza antes de que se calienten me recosté y obviamente me quedé dormido. Algunas horas más tarde me desperté con el feliz cantar de los pajaritos en libertad. Estaba amaneciendo. Qué bueno que los pungas no se van de vacaciones al sur sino ya me habrían afanado las zapatillas.

Me paré para estirar un poco las piernas y me recosté de nuevo para apreciar el amanecer patagónico. Comencé a sentir un hormigueo en el pecho. Lo primero que pensé fue "Si me da un infarto acá estoy en el horno". Pero por suerte se trataba de ese sentimiento de paz que éste paisaje hace nacer en mí. Ese sentimiento de paz que me ablanda el corazón y hace que me crea un poeta rodeado de musas.

Los picos de las montañas que demarcan mi horizonte fueron haciéndose cada vez más visibles a medida que la oscuridad iba cediendo su dominio. Supe entonces que era el momento de decir un hola y un adiós. Levanté la cabeza y, con una última y brillante mirada, me despedí de los infinitos astros que bendecían la eternidad del cielo. La transición caló hondo en mi pecho acelerándome el pulso y llenando de oxígeno mis pulmones. El lago, el gran y helado espejo de luces comenzó a salpicarme con los primeros destellos del sol. Los rayos comenzaron a adquirir volumen e intensidad. Ahora me pegaban en la cara. Momento ideal para cerrar los ojos y dejar que el corazón se ilumine con el calor del sol. Pasaron algunos minutos. Ahora el sol imponía su gran cuerpo de fuego detrás de las montañas. La temperatura seguía subiendo. Los rayos empezaron a quemarme y mi poeta interno se fue al carajo.

Hermoso amanecer. ¡Pero cómo pega el sol! Eso no quita que mi corazón se haya ablandado.

Ahora sí me despido del todo y emprendo la vuelta a la casa de la tía Coca. En el camino siento que los pájaros revolotean en torno a mí, que me siguen, que me cantan, que agradecen mi presencia. Los miro complacido y les regalo una sonrisa. Esto demuestra que la naturaleza no solo me sensibiliza, sino que además me vuelve pelotudo.
Llego, abro la puerta y me encuentro con la tía...Pocha. Le digo "Buen día tía Pocha" Y ella me dice buen día y después me corrige. Igualmente, en seguida me olvidé si era Pocha, Tota o Coca. Me convida unos mates y unos bizcochos. Yo le digo que me tengo que ir. Ella me dice que el micro sale a las doce del mediodía. Entonces pienso en alguna excusa para irme igual y no volver a verle la cara. Pero algo muy dentro de mí, en mi tiernizado corazón me dice que me quede y charle con ella. Y no solo que me quedé, sino que además hablamos por cuatro horas y encima de eso, no sé por qué, en un momento me emocioné y terminé llorando en su hombro. Luego de eso me despedí aliviado. Como si me hubiera sacado mil kilos de encima. Como si las lágrimas que había llorado hubieran sido toxinas que envenenaban mi ser. ¡Prometo nunca volver a olvidarme su nombre!


Estuve inmerso en un estado de paz hasta que, al subir al micro, me golpeé la cabeza. “¡La reputa madre que lo parió! ¡Qué lugar de mierda!” Puteé con énfasis logrando que se me caiga la careta. Y así, de golpe, como si fuera un flash de un fotógrafo desconsiderado recordé con cierto placer las palabras que me habían hecho quebrar: Luego de tres horas de charla la tía me había dicho que otra de sus hermanas (la que sí tiene plata) estaba muy enferma. Quedé en shock. No sabía qué decir, no soy bueno para esas cosas. Fue ahí que, con mi mejor cara de perro abandonado y enjugando unas bien logradas lágrimas, le dije "Hasta pronto tía Lola, hasta pronto"

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