Siendo una hormiga
más de la gran colonia de cemento llamada Buenos aires −o dicho en criollo:
siendo un infeliz laburante del barrio de Pompeya− jamás creí que me fuera
posible sentir amor por la mismísima madre naturaleza.
Mi atrofiada
conciencia, programada por un sistema materialista, solo se limitaba a creer en
el amor hacia un vehículo o, en su defecto, hacia una persona. Con estas
creencias andaba por la vida hasta que, un jueves cualquiera, me llego una
invitación con un boleto a la Patagonia. Por suerte era verano porque si no ni
en pedo me voy al sur a cagarme de frio.
Aunque el motivo de
aquella invitación no fuera razón para celebrar debo reconocer que me alegró
mucho ya que necesitaba un cambio de aire. Al fin y al cabo, Susana era una tía
lejana que ni siquiera, en mis 25 años de existencia, había conocido y por lo
tanto no merecía llevarse de mi ni una lágrima, ni siquiera un sollozo.
El viaje fue largo
pero provechoso ya que, con la mente despejada, pude darle otra oportunidad a Siddhartha,
libro con el cual meses atrás me dormí a la quinta página. Claro que ahora no
fue la excepción. Solo que ésta vez logré leer casi la mitad. ¡Provechosa
lectura! Me ayudó a darme cuenta que el problema no era el stress.
Ya en la ciudad de
el Chalten, saludé cortésmente a aquellos familiares que jamás en mi vida había
visto y de los cuales mis difuntos viejos prácticamente no me habían hablado. (Por
algo será ¿No?) Y haciendo un gran esfuerzo fingí estar afligido. Solo
imploraba para mis adentros que se conformen con mi falsa cara de perro
abandonado y que no esperen que derroche ni una lágrima en el duelo que
comenzaba en una hora.
Las siguientes
horas ni siquiera merecen la pena ser relatadas. Aunque en la vida de mis
parientes haya significado mucho mi presencia en el velorio de Susana, en la mía
fueron solo un relleno, minutos y minutos de recuerdos fácilmente olvidables.
Salvo por el
chistoso momento en el que un tío canoso me agradeció entre lágrimas por haber
ido. Fue difícil no exteriorizar lo que sentía. "¡Ja! Quedate tranquilo que si no me garpaban el viaje tiraba una
bomba de humo y desaparecía como un político después de haber cargado sus
arcas". Pero no tengo huevos. No soy tan hijo de puta. Mirá si les
digo eso y resulta que me pierdo parte de la herencia. En ese momento no sabía
que Susana era la tía más pobre que tenía. Por las dudas me dejé la careta
puesta.
Por cierto, tengo
serias dudas sobre si es común que en los velorios haya servicio de catering.
No sé si es una costumbre de ricachones o qué, pero si es así espero volver
pronto. ¡Muy rico todo!
Eran las ocho de
la noche cuando el bodrio se terminó. La tía pocha ...o chocha, yo que sé, me
acompañó hasta el cuarto de huéspedes de su lujosa casa y, formalismo va
formalismo viene, me deseó buenas noches, y creo que yo también.
¡Al fin solo! Igualmente,
no pensaba quedarme mucho tiempo en la habitación. Quién sabe si en uno de esos
casos a la tía Cocha se le ocurría golpearme la puerta para preguntarme si
necesitaba algo.
Entonces me di una
ducha, agarré una colcha para tirar en el pasto y salí a disfrutar de la
reinante calma de la Patagonia. Pasé por un almacén re concheto y compré unas
cervezas y unas bolsas de papas fritas. De más está decir que me rompieron el
orto con el precio. Pero bueno, con esto de los tarifazos uno se acostumbra.
Caminé y caminé en
dirección al lago. Desde lejos podía ver la luna reflejada en él. ¡Qué hermosura!
Qué bueno que es despejarse un poco y poder apreciar la belleza del cielo y del
lago en vez de admirar en la calle culos y tetas como si fueran una pintura de
Van Gogh. Jamás pensé que diría esto, pero bueno, será que la naturaleza me
sensibiliza... o tal vez me emputece, que se yo. Hasta el aire es diferente.
Caminé en busca de
un lugar en donde poder sentarme a tomar algo y observar la inmensidad del
paisaje. Entonces vi un brillo opaco cerca de la costa. Se trataba de una gran
roca que refractaba la luz de la luna. Aunque para mis ojos era nada menos que
un asiento en primera fila para observar el paisaje.
Tiré la colcha sobre
la roca y me puse cómodo. Abrí la primera lata y me relajé. Clima ideal, lugar
ideal, la noche fue perfecta salvo por los mosquitos. Por suerte había pocos así
que los dejé chupar un rato y después no me jodieron más.
Luego de bajarme
las papas fritas y el pack de cerveza antes de que se calienten me recosté y
obviamente me quedé dormido. Algunas horas más tarde me desperté con el feliz
cantar de los pajaritos en libertad. Estaba amaneciendo. Qué bueno que los
pungas no se van de vacaciones al sur sino ya me habrían afanado las
zapatillas.
Me paré para
estirar un poco las piernas y me recosté de nuevo para apreciar el amanecer
patagónico. Comencé a sentir un hormigueo en el pecho. Lo primero que pensé fue
"Si me da un infarto acá estoy en el
horno". Pero por suerte se trataba de ese sentimiento de paz que éste
paisaje hace nacer en mí. Ese sentimiento de paz que me ablanda el corazón y
hace que me crea un poeta rodeado de musas.
Los picos de las montañas que demarcan mi horizonte
fueron haciéndose cada vez más visibles a medida que la oscuridad iba cediendo
su dominio. Supe entonces que era el momento de decir un hola y un adiós.
Levanté la cabeza y, con una última y brillante mirada, me despedí de los
infinitos astros que bendecían la eternidad del cielo. La transición caló hondo
en mi pecho acelerándome el pulso y llenando de oxígeno mis pulmones. El lago,
el gran y helado espejo de luces comenzó a salpicarme con los primeros
destellos del sol. Los rayos comenzaron a adquirir volumen e intensidad. Ahora
me pegaban en la cara. Momento ideal para cerrar los ojos y dejar que el
corazón se ilumine con el calor del sol. Pasaron algunos minutos. Ahora el sol
imponía su gran cuerpo de fuego detrás de las montañas. La temperatura seguía
subiendo. Los rayos empezaron a quemarme y mi poeta interno se fue al carajo.
Hermoso amanecer.
¡Pero cómo pega el sol! Eso no quita que mi corazón se haya ablandado.
Ahora sí me
despido del todo y emprendo la vuelta a la casa de la tía Coca. En el camino
siento que los pájaros revolotean en torno a mí, que me siguen, que me cantan,
que agradecen mi presencia. Los miro complacido y les regalo una sonrisa. Esto
demuestra que la naturaleza no solo me sensibiliza, sino que además me vuelve
pelotudo.
Llego, abro la
puerta y me encuentro con la tía...Pocha. Le digo "Buen día tía Pocha" Y ella me dice buen día y después me
corrige. Igualmente, en seguida me olvidé si era Pocha, Tota o Coca. Me convida
unos mates y unos bizcochos. Yo le digo que me tengo que ir. Ella me dice que
el micro sale a las doce del mediodía. Entonces pienso en alguna excusa para
irme igual y no volver a verle la cara. Pero algo muy dentro de mí, en mi
tiernizado corazón me dice que me quede y charle con ella. Y no solo que me
quedé, sino que además hablamos por cuatro horas y encima de eso, no sé por qué,
en un momento me emocioné y terminé llorando en su hombro. Luego de eso me
despedí aliviado. Como si me hubiera sacado mil kilos de encima. Como si las
lágrimas que había llorado hubieran sido toxinas que envenenaban mi ser. ¡Prometo
nunca volver a olvidarme su nombre!
Estuve inmerso en
un estado de paz hasta que, al subir al micro, me golpeé la cabeza. “¡La reputa madre que lo parió! ¡Qué lugar
de mierda!” Puteé con énfasis logrando que se me caiga la careta. Y así, de
golpe, como si fuera un flash de un fotógrafo desconsiderado recordé con cierto
placer las palabras que me habían hecho quebrar: Luego de tres horas de charla
la tía me había dicho que otra de sus hermanas (la que sí tiene plata) estaba
muy enferma. Quedé en shock. No sabía qué decir, no soy bueno para esas cosas. Fue
ahí que, con mi mejor cara de perro abandonado y enjugando unas bien logradas
lágrimas, le dije "Hasta pronto tía
Lola, hasta pronto"
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