lunes, 12 de junio de 2017

Las aventuras de Pompeya: Parte II



El reloj de pared, del que había estado pendiente durante la última media hora, dio las nueve. Totalmente hecho mierda finalizaba otra noche de arduo entrenamiento en el gimnasio y en el ring.
A cuatro meses de haber empezado a tomar clases de boxeo me sentía más ágil que Dhalsim. Sentía, además, que había adquirido una gran fuerza y veloces reflejos. Ansiaba poder encontrarme frente a una situación propicia, ante la provocación de algún desafortunado e irascible transeúnte que me dé la oportunidad de demostrar la dureza de mis golpes, la velocidad de mis piernas y mis infalibles reflejos. Debo reconocer que he llegado a provocar a más de uno amparado tan solo por una tonta excusa. Como aquella vez en Puerto Madero que me puse a mear los candados ante la mirada de la feliz pareja acababa de colocarlos como símbolo de su unión. Pero nunca nadie, ni siquiera aquel feliz novio, tuvo la desgracia de reaccionar.
Aquel día sería la excepción ya que no me encontraba con las fuerzas necesarias como para buscarle pelea a alguien. No estaba en condiciones de soportar un golpe, ni siquiera de lanzar uno.
Saqué mi mochila del locker y sin más vueltas, sin siquiera darme una ducha, me despedí de mis compañeros y del entrenador. Solo quería llegar hasta la comodidad de mi hogar, ducharme y descansar.

Emprendí, como siempre que volvía a pie, el camino más largo, pero menos transitado de todo Pompeya. Alrededor de la quinta manzana, a medida que me acercaba a una esquina, comencé a escuchar voces algo subidas de tono. Me reposé contra la pared y me acerqué lo más que pude. Supuse que se trataba de una discusión. Lo comprobé luego de escuchar que se insultaban a sus madres y hermanas. Entonces pensé ¿Qué persona con sangre en las venas permitiría que insulten el honor de la mujer que nos trajo al mundo? ¡Nadie! O al menos yo no. Y por lo visto uno de ellos tampoco porque escuché ese particular sonido seco y contundente de una trompada bien pegada. El que recibió el golpe emitió un leve gemido y al parecer le devolvió la trompada. En ese momento las voces se entremezclaron mucho y llegué a estar confundido hasta que me di cuenta de que eran tres personas y no dos. ¿Dos contra uno? Eso es injusto, mire por donde se lo mire. Me voy a tener que meter, pensé. Debería emparejar la pelea. Elongué un poco mis cansados músculos, suspiré profundo y salí de mi escondite quedando expuesto a tres metros de la trifulca. Traté de tomar una postura intimidatoria y, cuando me preparé para decir con voz de héroe, que lo dejen en paz... se me atoraron las palabras. ¡Eran tres contra uno! Y lo tenían acorralado. Los abusones detuvieron la golpiza y me lanzaron miradas desafiantes y hostiles.

-Seguí de largo amigo- Me dijo el más bajito.

A ese lo bajo de una- pensé.

-Ey ¿sos sordo? ¡Tomatelás!

Ése era más alto, pero bastante flacucho. Seguramente con un buen gancho en la boca del estómago lo dejo fuera de combate.

-¿Qué te pasa? ¡¿Querés cobrar vos también?! -Me dijo el gordo grandote mientras se me venía encima.

-No, no. Todo bien. -Dije extendiendo mis brazos para intentar detenerlo.

El gordo por suerte se detuvo.

-Quería preguntarles si les hace falta una mano. -Bromeé, forzando una leve sonrsisa. Pero nadie rió. -Sigo... derecho. -Les dije con voz temblorosa. Miré a los ojos al pibe que estaban golpeando. Éste ni siquiera dijo una palabra. Entonces agaché la cabeza y crucé la calle.
Caminé unos metros hasta que dejé de sentir sus miradas en mi espalda. Esperé a escuchar algún golpe para cerciorarme de que estén distraídos y me di vuelta. Estudié la situación y arremetí contra ellos con un ataque Kamikaze.

¡Plumm! Fue el sonido del gordo al caer noqueado por mi sorpresivo golpe en la mandíbula. Claro, primero tenía que sacarme de encima al más grandote.
Los otros dos se sorprendieron, me miraron de forma extraña y se me vinieron encima. El flaco alto me tiró un derechazo que esquivé sin esfuerzo alguno, quedando su estómago como blanco perfecto para mi gancho descalificador. No conforme con eso le doy un buen izquierdazo y lo hago morder el cordón. El más petiso se había detenido luego de ver caer a su amigo, me miró con el terror reflejado en sus ojos, y salió corriendo.
Soy un héroe, pensé inflando el pecho mientras lo veía doblar la esquina. Después giro la cabeza y lo veo al pobre pibe levantarse muy adolorido. Se limpió la sangre de la boca con el antebrazo. Y yo le pregunté.

- ¿Estás bien?

Y así nomás, de la nada, me dio un izquierdazo directo a la mandíbula. Y todo se me puso negro.


Desperté algunas horas después en un hospital con un terrible dolor en el mentón y en el lado izquierdo de la cabeza. Me preguntaba qué había pasado. No recordaba nada. Recién luego de unos minutos recordé que el pibe al cual había salvado de que le rompan la cabeza a trompadas era quién me había noqueado. Se me llenó el culo de preguntas. ¿Por qué me había pegado si lo acababa de salvar? ¡Es un desquiciado de mierda! ¿O acaso también será un pelotudo que va por la vida en busca de una oportunidad para demostrar sus dotes de boxeador?

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