El reloj de pared, del que había estado pendiente
durante la última media hora, dio las nueve. Totalmente hecho mierda finalizaba
otra noche de arduo entrenamiento en el gimnasio y en el ring.
A cuatro meses de haber empezado a tomar clases de
boxeo me sentía más ágil que Dhalsim. Sentía, además, que había adquirido una
gran fuerza y veloces reflejos. Ansiaba poder encontrarme frente a una
situación propicia, ante la provocación de algún desafortunado e irascible
transeúnte que me dé la oportunidad de demostrar la dureza de mis golpes, la
velocidad de mis piernas y mis infalibles reflejos. Debo reconocer que he
llegado a provocar a más de uno amparado tan solo por una tonta excusa. Como
aquella vez en Puerto Madero que me puse a mear los candados ante la mirada de la
feliz pareja acababa de colocarlos como símbolo de su unión. Pero nunca nadie,
ni siquiera aquel feliz novio, tuvo la desgracia de reaccionar.
Aquel día sería la excepción ya que no me encontraba
con las fuerzas necesarias como para buscarle pelea a alguien. No estaba en
condiciones de soportar un golpe, ni siquiera de lanzar uno.
Saqué mi mochila del locker y sin más vueltas, sin siquiera darme una ducha, me despedí
de mis compañeros y del entrenador. Solo quería llegar hasta la comodidad de mi
hogar, ducharme y descansar.
Emprendí, como siempre que volvía a pie, el camino más
largo, pero menos transitado de todo Pompeya. Alrededor de la quinta manzana, a
medida que me acercaba a una esquina, comencé a escuchar voces algo subidas de
tono. Me reposé contra la pared y me acerqué lo más que pude. Supuse que se
trataba de una discusión. Lo comprobé luego de escuchar que se insultaban a sus
madres y hermanas. Entonces pensé ¿Qué persona con sangre en las venas
permitiría que insulten el honor de la mujer que nos trajo al mundo? ¡Nadie! O
al menos yo no. Y por lo visto uno de ellos tampoco porque escuché ese
particular sonido seco y contundente de una trompada bien pegada. El que
recibió el golpe emitió un leve gemido y al parecer le devolvió la trompada. En
ese momento las voces se entremezclaron mucho y llegué a estar confundido hasta
que me di cuenta de que eran tres personas y no dos. ¿Dos contra uno? Eso es
injusto, mire por donde se lo mire. Me voy a tener que meter, pensé. Debería
emparejar la pelea. Elongué un poco mis cansados músculos, suspiré profundo y
salí de mi escondite quedando expuesto a tres metros de la trifulca. Traté de
tomar una postura intimidatoria y, cuando me preparé para decir con voz de
héroe, que lo dejen en paz... se me atoraron las palabras. ¡Eran tres contra
uno! Y lo tenían acorralado. Los abusones detuvieron la golpiza y me lanzaron
miradas desafiantes y hostiles.
-Seguí de largo amigo- Me dijo el más bajito.
A ese lo bajo de una- pensé.
-Ey ¿sos sordo? ¡Tomatelás!
Ése era más alto, pero bastante flacucho. Seguramente
con un buen gancho en la boca del estómago lo dejo fuera de combate.
-¿Qué te pasa? ¡¿Querés cobrar vos también?! -Me dijo
el gordo grandote mientras se me venía encima.
-No, no. Todo bien. -Dije extendiendo mis brazos para
intentar detenerlo.
El gordo por suerte se detuvo.
-Quería preguntarles si les hace falta una mano.
-Bromeé, forzando una leve sonrsisa. Pero nadie rió. -Sigo... derecho. -Les
dije con voz temblorosa. Miré a los ojos al pibe que estaban golpeando. Éste ni
siquiera dijo una palabra. Entonces agaché la cabeza y crucé la calle.
Caminé unos metros hasta que dejé de sentir sus
miradas en mi espalda. Esperé a escuchar algún golpe para cerciorarme de que
estén distraídos y me di vuelta. Estudié la situación y arremetí contra ellos
con un ataque Kamikaze.
¡Plumm! Fue el sonido del gordo al caer noqueado por
mi sorpresivo golpe en la mandíbula. Claro, primero tenía que sacarme de encima
al más grandote.
Los otros dos se sorprendieron, me miraron de forma
extraña y se me vinieron encima. El flaco alto me tiró un derechazo que esquivé
sin esfuerzo alguno, quedando su estómago como blanco perfecto para mi gancho
descalificador. No conforme con eso le doy un buen izquierdazo y lo hago morder
el cordón. El más petiso se había detenido luego de ver caer a su amigo, me
miró con el terror reflejado en sus ojos, y salió corriendo.
Soy un héroe, pensé inflando el pecho mientras lo veía
doblar la esquina. Después giro la cabeza y lo veo al pobre pibe levantarse muy
adolorido. Se limpió la sangre de la boca con el antebrazo. Y yo le pregunté.
- ¿Estás bien?
Y así nomás, de la nada, me dio un izquierdazo directo
a la mandíbula. Y todo se me puso negro.
Desperté algunas horas después en un hospital con un
terrible dolor en el mentón y en el lado izquierdo de la cabeza. Me preguntaba
qué había pasado. No recordaba nada. Recién luego de unos minutos recordé que
el pibe al cual había salvado de que le rompan la cabeza a trompadas era quién
me había noqueado. Se me llenó el culo de preguntas. ¿Por qué me había pegado
si lo acababa de salvar? ¡Es un desquiciado de mierda! ¿O acaso también será un
pelotudo que va por la vida en busca de una oportunidad para demostrar sus
dotes de boxeador?
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